SÍ O NO (Sonia)

(Propuesta: Escribir un relato en el que, el protagonista que cada cual se invente, se encuentre una moneda que se le ha caído a alguien; la moneda no es de curso legal).

 La vida es una tómbola, ton, ton, tómbola, la vida es una tómbola, ton, ton, tómbola; cantaba Marisol, aquella dulce niña con cara angelical que con sus cantos y sus pizperetos ojos azules, tenía hipnotizada a media España en la década de los sesenta.

A mí siempre me había parecido una inocente criatura, víctima del aparato represor fascista. 

Ahora en cambio, lo veo todo claro. Marisol, esa pequeña hija de Lucifer a la que todos los padres españoles deseaban y con la que comparaban a su progenie, no era más que una pequeña bruja infernal que nos avisaba entre bailes epilépticos y muecas histriónicas, de que no somos dueños de nuestro destino.

Dejando de lado a la pequeña furcia de Satán, a la que siempre odiaré por hacerme creer de niño que la vida está llena de luz y de color, voy a contaros como la encontré, a ella, a esa otra pequeña e infernal criatura de plata y bronce que cambió el curso de mi vida.

Nunca he sido conocido por ser una persona impredecible, de esas que lo dejan todo por viajar a la India a encontrarse. Supongo, que la mezcla de heces, orín y demás fluidos corporales que brotan del Ganges, debe de ser como una especie de droga psicodélica que lleva al éxtasis a cualquier incauto occidental que se atreva a acercarse a su orilla:

- Mari cariño, hazme una foto así, con cara de metafísico posando al lado de este truño flotante. Quedará estupenda en mi perfil de Instagram.

Y ¡pum!, revelación mística al canto, compra de túnica reglamentaria y pasas de llamarte Pepe Tamarit a rebautizarte como Gurú Krishnabai Meher Baba. Y de ahí a beberte tu propia orina hay un paso. No, gracias. Para embriagarme de los diversos olores que desprende el ser humano ya tenía los urinarios del Tasca Gat los Viernes de Birra y Dardos.

Por eso agradecía la rutina en la que se había convertido mi vida el último año. Me sentía cómodo en ella.

Era uno de esos Viernes de Birra y Dardos en los que me disponía a soltarme un poco la melena. Me sentía muy animado; en la oficina se hablaba de posibles ascensos y mi nombre estaba entre ellos. Me lo merecía, no por lameculos como la mayoría de los que optaban al premio, sino porque había trabajado duro para conseguirlo, renunciando a muchas cosas esenciales de la vida de las que yo consideraba que un triunfador debía tener.

Había pospuesto la boda con Tamara, con el riesgo que ello suponía de que mi novia se cansara de mis largas y me mandara a la mierda. Apenas veía a mi familia; los fines de semana los pasaba encerrado en la oficina haciendo horas extras entre balances y asientos.

Solo me quedaban los viernes, ese momento era sagrado; mi pequeño oasis de cebada y malta. Quizás por ese motivo, decidí retrasarme un poco en llegar a mi cita semanal. Esa incipiente alegría, que me proporcionaba mi posible ascenso, me animó a cambiar la ruta a la que estaba acostumbrado y desviarme para ver la magnífica catedral gótica de la ciudad. Me tenía fascinado.

Me quedé pasmado delante de su pórtico, siempre vacilaba antes de entrar, como si no fuera digno de ella y esperase el permiso de un ente sacro que me invitara a entrar. Si no fuera porque se a ciencia cierta que la mantienen limpia diariamente y que esto no es la India, pensaría que de su interior emanan las mismas sustancias psicodélicas del Ganges que lo convierten a uno en un zombi místico.

No me dio tiempo a tocar la puerta, una anciana se adelantó y abrió el pórtico con una fuerza extraordinaria, digna de admirar para su avanzada edad. Me miró con unos ojos azules muy juveniles y me sonrió mientras sujetaba la puerta cediéndome el paso. Por un momento pensé que era el ente sacro que esperaba a que me invitara a pasar.

Quise agradecerle el gesto con una frase algo más larga que un simple gracias, pero la anciana soltó el portón y comenzó a correr zarandeando su bolso frenéticamente de un lado a otro haciendo volar los objetos de su interior.

Varias personas nos agachamos para recoger el batiburrillo de cosas que se habían desparramado por varios metros del suelo de la catedral, cuando de pronto la vi, brillante, aun girando sobre sí misma como una peonza.

Un miedo atroz a que otro de los recogedores se adelantara y me la arrebatara hizo que me lanzara a por ella patinando sobre el pavimento, haciendo equilibrios para no caer de morros sobre la pila de agua bendita.

Miré a mi alrededor buscando a la anciana, el resto de los integrantes que formaba la patrulla de buenos samaritanos hizo lo mismo. La vieja no estaba, se había esfumado. No pareció importarle la pérdida de sus enseres, aunque mirándolos bien, carecían de valor. El batiburrillo lo formaba una caja de caramelos de miel, varias estampitas religiosas, un pañuelo usado digno del Ganges y un abanico. Todo muy acorde a una señora de su edad, excepto por el objeto que yo escondía receloso.

Una joven se ofreció a llevarlo todo a la recepción por si la anciana volvía a por ellos. No sé por qué no se la di, la apreté fuertemente en mi mano para evitar que fuera vista y, en cambió, metí en la bolsa de plástico que hizo circular, uno de los dos caramelos de miel que había recogido del suelo. El otro me lo reservé para quitarme el mal sabor de boca que me había dejado mi comportamiento.

Salí de la catedral.

Aunque me moría de ganas de abrir la mano y ver el objeto que había hecho que me comportara como un vil ladronzuelo de novela de aventuras, no me atreví, me sentía observado, seguramente era una alucinación provocada por el subidón de adrenalina. Me dio la risa al ser consciente de que algo tan patético, como robarle una baratija a una vieja, me estuviera haciendo sentir como el peor de los villanos; así de aburrida era mi vida. No le di más importancia a la situación, guardé el objeto en mi bolsillo y seguí el camino hacia mi oasis.

De la máquina de dardos colgaba el cartel de fuera de servicio; teníamos que buscar otra forma de entretenernos ese viernes. Mientras la cuadrilla iba proponiendo burradas a cuál de ellas más gorda, reparé en el objeto que había guardado en mi bolsillo un par de horas antes y al cual aún no conocía.

Me fui al baño para tener un poco de intimidad; aún conservaba un poco de esa vergüenza que me había generado mi comportamiento en la catedral y quería evitar dar explicaciones a mis colegas. De todas formas, me tenían por una persona muy sensata, tampoco me hubieran creído.

¿Recordáis la atracción que sentía Frodo Bolsón hacia el anillo? Pues eso fue lo que sentí cuando la vi. Ni cuando Tamara se desnudó ante mí por primera vez tuve esa atracción, y os aseguro que Tamara es lo más parecido a una viagra de carne y hueso que existe. Era una moneda de plata con el borde de bronce. En una de las caras había inscrita la palabra “SI” sobre una pirámide con algo de relieve que contenía un ojo dentro. En el reverso, se apreciaba un esqueleto con los brazos cruzados sobre la palabra “NO”. No había fecha, ni ningún otro dato que revelara de dónde procedía ni para que servía.

No sé el tiempo que pasé observándola, pero debió de ser mucho. Solo conseguí salir del trance al que me tenía sometido cuando César, aporreó la puerta preguntándome si estaba bien y si tenía que llevarme a urgencias para que me cosieran el ojete.

Mientras yo había estado embobándome con mi tesoro (sí, ya se que es la segunda referencia que hago al señor de los anillos, pero es que en ese momento ya había comenzado mi metamorfosis a Gollum), Jaime había estado ideando la forma en que pasaríamos la velada.

El juego consistía en una especie de ¿quién es quién? sobre los parroquianos de la tasca. Cada uno de nosotros escogeríamos al azar a un cliente y el resto tendría que adivinar de quien se trataba. Si acertábamos la pregunta beberíamos un chupito gratis y podríamos hacer otra consulta, si no la acertábamos, tendríamos que pagar un chupito como prenda. El ganador de cada ronda se llevaría, además de una señora cogorza, diez euros. Esa noche la tasca estaba abarrotada, así que no sería fácil acertar.

Empezaron haciéndome a mi las preguntas. Escogí a una pelirroja llamativa que no pasaba desapercibida así, las probabilidades de que acertaran serían altas. Si no jugaba no bebía y esa noche el cuerpo me pedía alcohol:

Jaime: ¿Es una mujer?

Yo: Sí. Bebes.

César: ¿Es morena?

Yo: No. Pagas.

Víctor: ¿Es rubia?

Yo: No. Pagas.

Jaime: ¿Es pelirroja?

Yo: Sí. Bebes.

César: ¿Tiene las tetas como las calvas de dos gemelos rusos?

Yo: Sí. Bebes.

César: ¿Es la Dama de las Mamellas sentada en la barra?

Yo: Bingo y premio para el señor.

En la siguiente ronda de quince preguntas, solo fui capaz de acertar una. El ánimo y el dinero iban menguando. Mis amigos ya olían a destilería yo en cambio, tenía la sangre más limpia que un nefrítico recién salido de su sesión de diálisis.

La cabrona sabía lo que estaba pasando, quizás por eso esperó a sentir mi bajón para empezar a palpitar en mi bolsillo; quería que la sacara. Instintivamente la extraje y empecé a hacerle las preguntas a ella, me resultaba muy natural el procedimiento, como si siempre la hubiera tenido conmigo.

Mis amigos, parecían no ser conscientes de mi treta, seguramente por el estado de embriaguez en el que estaban. Era como si solo yo pudiera verla. La maniobra era sencilla: hacía la pregunta, lanzaba la moneda al aire y dependiendo de lo que me contestara, volvía a repetirla o a reformularla. Nunca fallaba.

Mientras yo iba ganando ronda tras ronda y sintiéndome el puto amo, mis colegas iban perdiendo las ganas de seguir, ya que el resultado del juego se había vuelto predecible. Así, a la séptima partida decidieron dar por finalizado el juego y yo di por concluido mi Viernes de Birra y Dardos. Guardé mi joya en el bolsillo, me despedí con aires de grandeza y salí dando tumbos del local. Iba muy borracho.

Al salir, el aire frío me devolvió a la realidad, bajándome del pedestal al que la moneda me había subido y recordándome que, al día siguiente, seguiría siendo el mismo mindundi que se las veía putas para conseguir un ascenso de mierda.

Al recién bajón, se unieron una serie de arcadas que hicieron que todavía sintiera más asco por mí. Cuando de nuevo, otra vez el palpitar en mi bolsillo. Debió sentir mi estado de agonía y quería salir para recordarme que, con ella a mi lado, todo iría bien.

¡Qué narices! Si gracias a ella, esa noche había ganado 50€ y un montón de chupitos gratis, ¿qué no podía conseguir si sabía bien como utilizarla?, ¿un pleno al quince? ¿el euro millón?

Adiós al curro de mierda. Por fin podría darle a Tamara la boda que se merecía, viajar por el mundo, vivir sin preocupaciones...

Y todo se lo debía a esa hermosura de plata y bronce. Cuanto más la miraba mas belleza le encontraba. ¡Como brillaba! La luz emanaba de su interior y cada vez era más grande, más inmensa...

Tan ensimismado estaba con el objeto diabólico que no me di cuenta de que un coche se aproximaba a gran velocidad hacia mí. Ni siquiera fui consciente de sus focos cegadores hasta que los tuve encima. Mis ojos desorbitados, alcanzaron a ver a una anciana que bajó del coche, se acercó a mí y me arrebató la moneda. Me dio las gracias por habérsela cuidado mientras me sonreía con su mirada azul, juvenil y familiar.

Subió al coche para dar marcha atrás y pasar lentamente por mis costillas. Lo último que alcancé a escuchar, aparte del crujir de mis huesos, fue un pegadizo soniquete que salía del vehículo...

La vida es una tómbola, ton, ton, tómbola, la vida es una tómbola, ton, ton tómbola, de luz y de coloooooor, de luz y de coloooooor...

EL JARRÓN DE LA ABUELA

(Propuesta: Escribir una carta o un mensaje a alguien diciéndole algo que resultaría difícil decírselo a la cara. Autora: ANTONIA G.A.)     ...