Tenía las manos entumecidas. Un frío paralizante recorría todo su cuerpo. Abrió el paquete de
café, uno muy especial que le regaló uno de sus hijos un día, hace tiempo, cuando volvió de un
viaje de Colombia, y pasó un momento a verla.
Con los dedos temblones, llenó el depósito de la cafetera derramando parte de la carga sobre
el mármol de la encimera. Esa cafetera también fue un regalo de otro de ellos; había sido el
mayor, creía recordar, un día que pasó un instante a verla, hacía tiempo también.
Añadió un tronco de leña a la chimenea para avivar el fuego.
El sol de esa mañana calurosa de agosto se elevó por encima de la casa de enfrente, y sus
rayos penetraron a través de los cristales iluminando toda la estancia. Se sentó en el sillón junto a
la ventana, cogió la taza calentita envolviéndola con sus manos. A pesar de sentir algo de alivio,
se preguntó por qué, ya sin motivo aparente, su cuerpo continuaba congelado. Aunque en el fondo
sospechaba que, tal vez, lo que sentía y no lograba eliminar por mucho empeño que ponía, tuviera
otro nombre.