EL COMERCIAL (Roberto Aguilar)

 Como cada mañana se levanta pronto y con el pie derecho. Lava su cara, peina sus canas y se pone el traje de combate. Se ajusta la corbata frente al espejo. Desayuna café con una tostada de tomate rayado poniendo mucho cuidado para no derramar ni una pizca de sal fuera, ha de asegurarse de mantener su suerte en niveles altos. Lava sus dientes y vuelve a mirarse en el espejo. Se siente un poco mareado y tose; ayer no reparó en coger la bufanda, pero un pequeño resfriado no lo parará. Nada le para nunca. 

    Coge la maleta llena de catálogos, muestras y formularios y se dispone a salir, no sin antes, por supuesto, hacerse la última revisión de etiqueta frente al espejo de cuerpo entero del recibidor. La madera del marco de la puerta le sirve para dar sobre ella un pequeño golpecito con los dedos cruzados. Se concentra en el sonido de las llaves al darle la segunda vuelta a la cerradura.

    El recuerdo de ése tintineo es su espada contra el monstruo que puede llegar a ser la ansiedad por no recordar más tarde si ha cerrado bien la puerta.

    Baja el primer escalón también con el pie derecho, como debe ser. A la altura del cuarto piso tose fuerte y, por el segundo, se mete un caramelo de menta a la boca. Será suficiente, no le gusta usar medicamentos.

    Ya a la entrada del bloque le llama la atención un objeto metálico que no debería estar ahí. Al acercarse y agacharse descubre que es una moneda. La recoge sin pensarlo ni un instante. Le gusta el color cobrizo así como los símbolos y letras que la decoran, aunque no entiende el idioma ni reconoce el país al que pertenece lo que debe ser un escudo. Igualmente, la cara serigrafiada al otro lado tampoco le resulta familiar. Se alegra de haberse encontrado una moneda con la que aún no contaba en su amplia colección. Piensa que no se puede empezar el día de mejor manera.

     Pero ahora es momento de centrarse en el trabajo, se dice, así que guarda la moneda y decide que debe olvidarse de ella hasta el medio día que vuelva a casa.

     La primera parada es el bar de Carlos. Allí tomará el segundo café. No lo necesita en absoluto, pero no es el café la razón para ir allí. Tiene varias misiones que cumplir. La primera y más importante es dejarse ver. Un comercial ha de estar presente en el recuerdo diario de todos sus potenciales clientes. También ha de leerse los titulares de los periódicos que Carlos deja cada mañana sobre la barra; una conversación de calidad sobre la actualidad bien puede traducirse en una venta.

     Pasa allí media hora y sale totalmente decepcionado. Todos aquellos a los que ha saludado, habituales o no, le han respondido con frialdad y distancia. No ha logrado mantener una conversación con nadie, ni siquiera con Carlos, quien cada día desde siempre se muestra muy dispuesto a dedicarle unos minutos de charla entre pedido y pedido. Hoy ha estado seco y huidizo.                                                                                    De pie a la puerta del bar cierra los ojos un momento y deja que el sol caliente su frente. Respira hondo y se dice a si mismo que es martes, y ya se sabe que los martes son días malos para la gente que no vive con una actitud positiva. Sabe que, por norma general, las personas no se trabajan la actitud diaria, lo que les hace tener el humor por los suelos y lo acaban pagando con los demás. Él no puede permitirse ese error. Se recuerda a si mismo que puede con todo, lo magnético que es a pesar de su edad y se lanza a caminar en dirección sur, donde están los bloques con más viviendas de la ciudad. Toma otro caramelo de menta para contener un amago de tos que no llega a producirse.

     Por el camino ninguno de sus saludos son devueltos con la simpatía habitual a pesar de su más que amable y estudiada sonrisa. Al contrario, el silencio por respuesta cuando no una cara de desprecio.

    Antes de entrar al primer bloque y comenzar el trabajo de verdad se inclina cerca de un coche aparcado para mirarse en el retrovisor. Su cara ocupa todo el espacio y mirándose a los ojos se dice que es un lobo, un zorro, un halcón, un tiburón y que va a comerse la mañana.

     Dos horas, tres caramelos de menta y cuatro bloques después, se sienta derrotado en el banco de un parque cercano a reflexionar sobre lo sucedido. No recordaba que nunca en su carrera llegara la hora del almuerzo sin hacer una sola venta o al menos un compromiso para una posterior visita más larga. Aquellos que le abrieron la puerta se la habían vuelto a cerrar en cuestión de segundos. Varios de ellos, incluso, de manera muy desagradable. Mira su calendario de bolsillo: es martes día quince. Ése número  no supone ningún peligro. Se siente un poco aturdido, pero cae en la cuenta de que al menos, gracias a los caramelos de menta, no ha vuelto a toser desde que salió de casa. El resfriado no podría con él.

     No almuerza nada. Sin resultados su estómago no se abre, por lo que decide comenzar con el segundo intento. Más puertas, más timbres, más golpes de nudillo sobre la madera. Y los mismos resultados. Está totalmente vencido y no lo entiende.

    Jamás hasta hoy ha tenido un día en blanco. Ni una venta, ni una visita agendada. Sólo rechazo, deprecio, miradas que se apartan rápido para no volver y puertas que se cierran rápidamente.

     Sentado en el portal del último bloque visitado repasa la jornada mentalmente; ha actuado como siempre, ha intentado incluso sus entradillas más divertidas y, además, está seguro de que no se ha cruzado con ningún gato negro, no ha pasado por debajo de escalera alguna y ha evitado todos los bloques y puertas número trece. Nada ha escapado de su control, a menos que...

                                                                                                                                

Alterado, saca del bolsillo de la chaqueta la moneda que encontró. Tiene que haber sido su culpa. Debió ignorarla y dejarla donde estaba. Sucumbir a la curiosidad y al amor filatélico lo había condenado a la mala suerte; seguramente existía alguna norma desconocida por él respecto a las monedas. Quizá recoger una moneda extraña o poseer ésa en concreto era causa de infortunio. Cada segundo que pasa está más seguro de ello, no puede haber otra explicación. Decide ponerle remedio. Camina unos metros y lanza la moneda tan lejos como puede, a la otra punta de un descampado lleno de maleza. Es hora de volver a casa.

    Sube las escaleras lamentándose por un día tan malo. Abre la puerta decidido a investigar sobre la relación de las monedas con la suerte, dispuesto a descubrir cual ha sido el error, el fallo numismático que lo ha empujado a un día desastroso. Pero la investigación termina de golpe al verse en el espejo de cuerpo entero del recibidor.

    Con la sangre helada, mete una mano temblorosa en el bolsillo y acaricia su último caramelo de menta, pensando que gracias a esos caramelos había tosido por última vez bajando las escaleras de casa, pronto por la mañana. Y es que ahí, delante de él, está el cruel monstruo causante de su derrota. Al primer vistazo le ha llamado la atención, como un foco en medio de la oscura penumbra. Pegado al cuello de su chaqueta, casi rozando la camisa. Del tamaño de al menos tres veces la moneda de la que se ha deshecho hace apenas unos minutos está ese terrible gargajo, ésa flema amarillenta y viscosa. Un esputo condenatorio que casi brilla con luz propia y que, cual tiovivo luminoso en la plaza de una aldea cuando cae la noche, de seguro ha llamado la atención de todos aquellos con cuantos se ha cruzado, al tiempo que ha permanecido oculto para él mismo en ése punto ciego que todos tenemos entre nariz y pecho propios. Ése lugar del cuerpo, ahora tan siniestro, que sólo podemos ver si tenemos un espejo.

                                                                                                                              

EL JARRÓN DE LA ABUELA

(Propuesta: Escribir una carta o un mensaje a alguien diciéndole algo que resultaría difícil decírselo a la cara. Autora: ANTONIA G.A.)     ...