Como cada mañana se levanta pronto y con el pie derecho. Lava su cara, peina sus canas y se pone el traje de combate. Se ajusta la corbata frente al espejo. Desayuna café con una tostada de tomate rayado poniendo mucho cuidado para no derramar ni una pizca de sal fuera, ha de asegurarse de mantener su suerte en niveles altos. Lava sus dientes y vuelve a mirarse en el espejo. Se siente un poco mareado y tose; ayer no reparó en coger la bufanda, pero un pequeño resfriado no lo parará. Nada le para nunca.
Coge la maleta llena de catálogos, muestras y formularios y se dispone a salir, no sin antes, por supuesto, hacerse la última revisión de etiqueta frente al espejo de cuerpo entero del recibidor. La madera del marco de la puerta le sirve para dar sobre ella un pequeño golpecito con los dedos cruzados. Se concentra en el sonido de las llaves al darle la segunda vuelta a la cerradura.
El recuerdo de ése tintineo es
su espada contra el monstruo que puede llegar a ser la ansiedad por no recordar
más tarde si ha cerrado bien la puerta.
Baja el primer escalón también con el pie derecho, como debe ser. A la altura del cuarto piso tose fuerte y, por el segundo, se mete un caramelo de menta a la boca. Será suficiente, no le gusta usar medicamentos.
Ya a la entrada del bloque le
llama la atención un objeto metálico que no debería estar ahí. Al acercarse y
agacharse descubre que es una moneda. La recoge sin pensarlo ni un instante. Le
gusta el color cobrizo así como los símbolos y letras que la decoran, aunque no
entiende el idioma ni reconoce el país al que pertenece lo que debe ser un
escudo. Igualmente, la cara serigrafiada al otro lado tampoco le resulta
familiar. Se alegra de haberse encontrado una moneda con la que aún no contaba
en su amplia colección. Piensa que no se puede empezar el día de mejor manera.
Antes de entrar al primer bloque y comenzar el trabajo de verdad se inclina cerca de un coche aparcado para mirarse en el retrovisor. Su cara ocupa todo el espacio y mirándose a los ojos se dice que es un lobo, un zorro, un halcón, un tiburón y que va a comerse la mañana.
Jamás hasta hoy ha tenido un
día en blanco. Ni una venta, ni una visita agendada. Sólo rechazo, deprecio,
miradas que se apartan rápido para no volver y puertas que se cierran
rápidamente.
Alterado, saca del bolsillo de
la chaqueta la moneda que encontró. Tiene que haber sido su culpa. Debió
ignorarla y dejarla donde estaba. Sucumbir a la curiosidad y al amor filatélico
lo había condenado a la mala suerte; seguramente existía alguna norma
desconocida por él respecto a las monedas. Quizá recoger una moneda extraña o
poseer ésa en concreto era causa de infortunio. Cada segundo que pasa está más
seguro de ello, no puede haber otra explicación. Decide ponerle remedio. Camina
unos metros y lanza la moneda tan lejos como puede, a la otra punta de un
descampado lleno de maleza. Es hora de volver a casa.
Sube las escaleras lamentándose por un día tan malo. Abre la puerta decidido a investigar sobre la relación de las monedas con la suerte, dispuesto a descubrir cual ha sido el error, el fallo numismático que lo ha empujado a un día desastroso. Pero la investigación termina de golpe al verse en el espejo de cuerpo entero del recibidor.
Con la sangre helada, mete una mano temblorosa en el bolsillo y acaricia su último caramelo de menta, pensando que gracias a esos caramelos había tosido por última vez bajando las escaleras de casa, pronto por la mañana. Y es que ahí, delante de él, está el cruel monstruo causante de su derrota. Al primer vistazo le ha llamado la atención, como un foco en medio de la oscura penumbra. Pegado al cuello de su chaqueta, casi rozando la camisa. Del tamaño de al menos tres veces la moneda de la que se ha deshecho hace apenas unos minutos está ese terrible gargajo, ésa flema amarillenta y viscosa. Un esputo condenatorio que casi brilla con luz propia y que, cual tiovivo luminoso en la plaza de una aldea cuando cae la noche, de seguro ha llamado la atención de todos aquellos con cuantos se ha cruzado, al tiempo que ha permanecido oculto para él mismo en ése punto ciego que todos tenemos entre nariz y pecho propios. Ése lugar del cuerpo, ahora tan siniestro, que sólo podemos ver si tenemos un espejo.